Al hilo de los recuerdos y los sabores de ayer, había pensado hacer mención a uno de esos aperitivos que llenaron mi infancia. Los Torciditos de Cheetos. Para aquellos que no los recordéis, eran los de la bolsa azul. Junto a las bolitas y los ganchitos, formaban la serie de Cheetos de Matutano. Eran como los risketos de hoy en día, pero más crujientes, con un sabor a queso característico, y, sobre todo, no te pringaban los dedos de colorante naranja insípido. Pero un día los retiraron, siguiendo algún tipo de estrategia de ventas desaforada, y abandonaron a un público de corta edad totalmente enganchado. Quizá fuera mi primera adicción. No he encontrado mucha información, han sido grandes olvidados en este nuestro país, de esa generación de la EGB y las rodilleras en los pantalones. Alguna referencia de que ahora en algunos lugares americanizados, se conocen como Crunchys, pero ni rastro de la bolsa azul y el ratoncillo que la abanderaba, con un torcidito en la mano a modo de espada de mosquetero del queso.
El caso es que me parece alucinante como nuestra memoria se llena de recuerdos y vivencias, y es capaz de recordar un sabor, un olor, un sonido o una textura y transportarte a otros tiempos en apenas segundos. Estamos acostumbrados a hacerle caso a la vista, pero a veces las apariencias engañan.
Recuerdo tres grandes tareas de mi infancia, de esas que sin saberlo, te empiezan a implicar en las tareas de la vida. La primera era ir a hacer la compra al colmado de al lado de casa, la segunda ir a por leche a la vaquería y la tercera, mis múltiples labores como hortelana. Tareas que realizaba con apenas 6 ó 7 años, en un medio rural en el que podías campar a tus anchas y en el que aparentemente la mayoría de peligros de hoy en día no existía. O no se consideraban peligros, porque formaban parte del aprender a sobrevivir. Supongo que esto puede formar parte de una serie de post, porque este ya me está quedando bastante largo para haberlo empezado hablando de algo tan banal como mis Torciditos…